A los once años yo era un niño huérfano de
madre. Mantenía intactas, sin embargo, la sonrisa y la inocencia. Pero leer
aquella carta me convirtió en el hijo de una mujer asesinada y vengar su
muerte, en un homicida.
Logroño, 15 de agosto de 1974
A/A. D.
Francisco Álvarez
Obispo de la Diócesis de Logroño y Calahorra.
Monseñor, he pecado contra el quinto mandamiento. Sí,
padre, he matado.
Primero fue la chiquilla de Nicolás Jiménez, el juez, una
niña tan enclenque y enfermiza que a nadie extrañó su muerte. La envenené poco
a poco, dándole a comulgar hostias remojadas en una solución de estricnina, la
droga con que se fabrican los matarratas. La pobre era tan poca cosa que apenas
tres dosis bastaron. Después le llegó el turno a Antonio Crespo, mejor dicho, a
su mujer. Con ella tuve que ser más cauteloso porque estaba reciente lo de la
niña. Para no levantar sospechas utilicé cantidades minúsculas pero con cinco o
seis comuniones también fue suficiente.
Por último lo he intentado con la mujer de Evaristo, el que
emigró a Venezuela. Pero un
hecho fortuito me ha devuelto la cordura borrando de un plumazo la sed de
venganza que nublaba mi mente. Ahora estoy arrepentido, Padre, horrorizado de
mi crueldad.
Solo usted, que me acogió en su seno y conoce mis motivos,
entenderá este delirio. Pero mi pecado es atroz, imperdonable. Por eso espero
que
la justicia de Dios y de los hombres no deje impunes mis
crímenes. Le devuelvo el rosario que me regaló el día de mi Ordenación
Sacerdotal. No soy merecedor de él.
Besa el anillo de vuestra Excelencia Reverendísima,
Andrés Expósito Gutiérrez
P.D.- Como prueba de esta barbarie podrá encontrar un bote
de estricnina en el armario de la Sacristía, escondido en el Copón Litúrgico,
tras el incensario.
…
Fueron muchos los demonios que
vagaron por mis noches a partir de aquellas líneas. Demasiadas las incógnitas
que no supe despejar. Intangibles la rabia y el dolor. Por ventura, conforme
las hojas del calendario iban cayendo, la vida me barnizó con suficientes capas
de vulgaridad como para modelar al hombre corriente, inofensivo y sin aristas
que siempre debí ser. Treinta y siete años después de leer aquella carta,
cuando al fin era capaz de dormir de un tirón sin que me atormentaran los
remordimientos, el destino volvió a sembrar mi camino de preguntas sin
respuesta. Y la pátina de mediocridad que me amparaba comenzó a resquebrajarse.
...
Aprender alemán, ¡qué bajo había caído!
Tras mi desastroso viaje de novios a Hamburgo renegué de todo cuanto tuviera que ver con ese país de calles impronunciables. De hecho, ni siquiera probaba las salchichas de Frankfurt. Pero la vida te la juega cuando menos lo esperas y aquella tarde de septiembre de 2011 ahí estaba yo, guardando cola para matricularme en la escuela de idiomas. Como un colegial imberbe.
—El siguiente, por favor.
—Buenas tardes, señorita, quiero apuntarme a alemán.
—Lo siento, el plazo de matrícula terminó ayer. Además, el cupo de alemán está cubierto, ¡no sé qué le ha dado a todo el mundo con esa lengua! Sólo queda algún hueco libre en francés.
—¿Cómo que ayer? Si llamé por teléfono y me dijeron el dieciocho.
—Pues eso, el dieciocho, hoy estamos a diecinueve.
¡Coño, tenía razón! ¡Era diecinueve! Desde que pasé a engrosar las listas del INEM no daba pie con bola. «¿Y ahora qué hago?» pensé, algo aturdido, porque con la cara de pocos amigos que gasta la tía y sin conocerme de nada, dudo que quiera colarme de estrangis.
—Verá, esto es muy importante para mí. Sin unas nociones de alemán no puedo optar al puesto de corresponsal en el Hoy. Que me hace mucha falta, se lo juro. Total ¡qué más da un día antes o después! No me diga que no tiene alguien que se haya apuntado sólo por echar el rato, porque está aburrido y no se le ocurre nada mejor que hacer. A ése lo pasa usted a francés y asunto arreglado.
Llevaba una media melena al hombro, oscura, casi negra, con un mechón blanco hacia la mejilla izquierda y gafas de pasta azul cobalto demasiado modernas para su rostro. Me miró con animadversión por encima de ellas.
—Francés o nada, ya se lo he dicho. Y decídase pronto porque hay gente esperando.
Tolerancia cero; las palabras de la susodicha no admitían réplica. Aunque mi agilidad mental no pasaba por momentos de gloria valoré, en cinco segundos, que mejor eso que dejar en blanco la casilla de idiomas comunitarios -inglés aparte, claro está- y que tal vez los del Hoy, al mirar mi curriculum, ni siquiera se percataran del cambio. Es más, con suerte ni siquiera se tomarían la molestia de leerlo.
—Francés entonces. Si no queda más remedio…
—Aquí tiene —me entregó una inscripción con dos páginas, una blanca, la otra rosa—, cuando pague las tasas me trae el resguardo. Ah, y no se olvide del número de cuenta. Las clases empiezan en octubre, en aquel tablón puede ver los horarios. Inscríbase en el que más le convenga. ¡Siguiente!
Obedeciendo las instrucciones de aquella autómata me acerqué al tablón de anuncios y elegí un horario a boleo. Total, mi agenda estaba inmaculada. Anoté el nombre de la profesora en un post-it que me prestó un pipiolo más indeciso que yo y lo guardé en el billetero. Este, a su vez, en el bolsillo posterior de mis vaqueros. Después salí a la calle con la sensación de estar haciendo el gilipollas.
Alemán, chino, árabe, rumano incluso. Y en una ciudad como Mérida, a tiro de piedra de La Raia, portugués, por supuesto. Pero ¡francés! ¿A qué estúpido diario le iba a interesar un corresponsal que chapurreara una lengua en peligro de extinción? Decidido a no perder el tiempo perdiendo el tiempo, hice una bola con el papelito blanqui-rosa y me aproximé a una papelera cercana. Pero aquella tarde el azar llevaba las riendas de mi vida y no conforme con la jugarreta de las fechas quiso que me topara allí mismo con Julián, un colega de la época del periódico. Uno de esos guaperas que no se quitan la corbata ni para jugar al pádel. Aquel día no fue la excepción.
El verano daba sus últimos coletazos pero la flama vespertina aún no se compadecía de los termómetros. Él, sin embargo, vestía como siempre. Como si llevara integrado en la piel un climatizador invisible y ya cayeran chuzos de punta o el sol de pleno necesitara la misma cantidad de ropa para mantener su temperatura. Ese día, traje de chaqueta azul marino, impoluto, camisa de rayas, corbata aburrida y náuticos oscuros. Como nota hipster unas gafas de sol a lo John Lennon. Se las retiró para saludarme, dejándolas apoyadas sobre sus patillas de señorito.
—¡Qué hay, Ignacio, cuánto tiempo! ¿Cómo te va la vida? —saludó con la característica efusividad de quien tiene la suerte de cara.
Supongo que el apretón de manos -la mía sudorosa y con un papel engurruñado en la palma; la suya, fría y con una gruesa alianza- y la dejadez de mi aspecto le sirvieron para hacerse una idea de la respuesta. Porque la barba de un mes, los vaqueros raídos y las chanclas de la piscina hablaban por sí solos.
—Hola, Julián, ya ves —respondí en un tono bastante más comedido—, dando una vuelta. ¿Y tú?
—Bien, conforme están las cosas no me quejo. Ahora mismo voy a la escuela de idiomas. Me he matriculado de alemán, ¿sabes? Imagino que será un coñazo de órdago, tío, pero gracias a eso he conseguido un puesto en el Hoy —guiñó un ojo en busca de una complicidad que no le ofrecí—. Bueno, en realidad en el curriculum puse que lo hablaba perfectamente…
Dudé entre darle la enhorabuena o tirarme a su yugular ¡Así que este era el cabrón que me había robado el puesto! pero haciendo de tripas corazón me limité a seguirle el rollo.
—Entonces imagino que coincidiremos. Yo estoy en francés.
¡Decidido! La mala leche mueve montañas y saber que el papanatas de Julián me había robado el puesto me jodía vivo. En un concluyente arrebato de envidia desarrugué la inscripción y la guardé en el bolsillo, junto al billetero. Un par de banalidades más y nos despedimos. Él, con el socorrido «a ver si quedamos una tarde para tomar café». Yo, sin la mínima intención de formalizar la cita.
Quince días más tarde me encontraba de nuevo cruzando la cancela de la Escuela Oficial de Idiomas, entre un ir y venir de adolescentes que paseaban su desparpajo y sus carpetas multicolores por el jardín de acceso mientras apuraban el cigarrillo prohibido en el interior. En el vestíbulo, un corro de minifalderas intercambiaba a voces sus impresiones. «¿Has visto cómo está el nuevo profe de inglés?» «¡Pues anda que el tío que se ha sentado a mi lado!» «Joder tía, qué suerte, a mí me ha tocado otra vez con la Caracaballo».
Frente al tablón de anuncios me sumé a los despistados que trataban de localizar su aula. Intento fallido. Los horarios, sus docentes y el resto de información académica habían desaparecido bajo un aluvión de ofertas de clases particulares, pisos buscando gente, gentes buscando piso, un gabinete de logopedia con promociones irresistibles y la foto de un caniche extraviado en el parque del Guadiana cuatro días antes.
El reloj que colgaba de la pared del vestíbulo dio las ocho. Los que sabían dónde ir apuraron el paso, los que no, nos buscamos la vida. Algunos trotaron escaleras arriba, a la aventura. Otros siguieron rebuscando bajo los anuncios festoneados de números de teléfono. Yo opté por preguntar a la desaborida.
Se había cambiado de gafas. Llevaba un modelo oscuro, más acorde a su rostro. El mechón blanco seguía en su sitio.
—Buenas tardes —saludé— ¿El aula de francés, por favor?
—Arriba. Primera planta. Aula siete.
Subí los peldaños de dos en dos y localicé la puerta con el número siete justo cuando alguien, desde dentro, la cerraba. Me percaté de que había olvidado el nombre del profesor ¿o era profesora? y me entretuve unos segundos rebuscándolo en el billetero. «Madeimoselle Sánchez», rezaba el post-it que seguía custodiando mis tarjetas de crédito. «Sánchez», me dije, «un apellido demasiado castizo para una francesa, seguro que ni siquiera es nativa». Adherí el post-it a mi cuaderno y empujé la puerta sin saber aún que aquel era el primer paso del viaje que nunca quise emprender.
Sonrió abiertamente.
La mujer que apareció al otro lado era alta, espigada. Llevaba un vestido negro a la rodilla, ceñido al pecho y con vuelo desde la cadera. Sandalias de tacón también negras y un collar larguísimo con bolas de color variopinto que le pendía del cuello a la cintura. El pelo corto e igual de negro que su atuendo. Ojos grandes. Boca alargada de labios finos, sin carmín. Le calculé unos cuarenta. Quizá alguno más, pero fueran los que fueran su atractivo era indiscutible. Me gustó, para qué negarlo. Y me gustó que me gustara; una alegría para la vista siempre es bienvenida y podía resultar el mejor acicate para no abandonar las lecciones a la primera de cambio.
—Disculpe, creo que esta es mi clase —me escuché decir, medio embobado—. Siento llegar tarde.
—No importa, adelante.
Se hizo a un lado para dejarme paso y al abrir mi campo de visión me topé con cuarenta pares de ojos mirándome. Los había de edad y expresión dispar pero casi todos más jóvenes que los míos. No sentí vergüenza, sólo cierto pudor al saberme observado. Al fondo, ante una pared forrada de collages sobre el fascinante mundo de los minerales, un brazo larguirucho se alzó para señalarme un pupitre vacío.
Entré procurando no rozarla pero su aroma dulzón me acarició las entrañas. Umm… ¡Aquel perfume francés!... Aturdido por la mezcla de sensaciones me escurrí por un lateral del aula para refugiarme lo más rápido que pude en el asiento indicado.
No fui capaz de concentrarme en toda la clase. Ni siquiera los apuntes que el dueño del brazo larguirucho me iba pasando consiguieron arrancarme de la inopia. Replegado en el pupitre como un adolescente que no se sabe la lección, sólo deseaba pasar lo más desapercibido posible. Ridículo. Sobre todo porque aquella mujer no me perdía de vista. «En cualquier momento me pregunta algo y me pone en un aprieto», me decía cada vez que sus ojos planeaban en torno a mi pupitre. Mi pie derecho, que en situaciones de ansiedad tiene vida propia, inició un frenético taconeo contra las baldosas del suelo. Enseguida mi portaminas lo acompasó a ritmo de tamboril. Clic, clic, clic, clic, clic, clic... Pero mientras eran otros los compañeros a los que les hacía pasar canutas, a mí sólo me miraba. Puntualizo. Me sonreía con la mirada. Hecho que lejos de apaciguarme me ponía más nervioso.
En medio de uno de esos flirteos visuales y tras lo que percibí como un guiño en toda regla, abrió un paquete de tizas, se viró hacia la pizarra y con trazo refinado fue garabateando su nombre mientras pronunciaba con voz de terciopelo.
—Je… m´appelle… Adela
«¡Adela, vaya nombre feo! No le pega en absoluto», pensé. La voz sí. La voz era sensual como el vestido, risueña como el colgante de colores y acaramelada como el perfume. Esa fragancia que viajaba cosida a mi alma desde que recordaba tener olfato. Y que aún me encandilaba, aún me confundía, aún me soliviantaba el ánimo.
—Bonsoir, monsieur, ¿Comment t’appelles?
Me pilló fuera de juego. Y en una décima de segundo tuve que rebobinar cuatro décadas en la senda de mis recuerdos hasta el instante en que aprendí el significado de esas palabras.
...
Era el acontecimiento del verano. Aquellos veranos felices y larguísimos de mi niñez. No hacía falta que nadie los anunciara. De repente, cuando menos la esperábamos, una fragancia inconfundible penetraba por las rendijas del bloque, invadía el portal, subía por el hueco de la escalera y se colaba hasta los fogones de las cocinas donde el olor más exótico que jamás había entrado era el del laurel para las lentejas. Era entonces cuando las mujeres fruncían el ceño, los hombres disimulaban una sonrisa y los niños, como yo, salíamos corriendo a la calle. Los franchutes habían llegado.
Vivíamos en La Estrella, un barrio de gente humilde en el extrarradio de Logroño. Salvo alguna casa baja de la periferia lo demás eran bloques de pisos con cuatro alturas y fachada de ladrillo visto. Las calles no tenían nombre y para ubicarnos numerábamos los bloques empezando desde la carretera. Primer bloque, segundo bloque, tercer bloque. Fácil ¿no? Mi piso estaba en el segundo derecha del tercer bloque. Los franchutes veraneaban en el cuarto izquierda.
Para jugar teníamos las calles delimitadas por los bloques, un campo de fútbol sembrado de piedras y, en verano, las pozas del río Iregua. Aunque a efectos prácticos al campo de fútbol sólo podían ir los que ya habían cumplido diez años y a las pozas los que tenían hermanos mayores. Como mi caso no era ni uno ni otro, mi universo de juegos infantiles se reducía a la calle Dalante y la calle Datrás, las dos que mi madre controlaba desde las ventanas de nuestro piso. El problema era que Juanjo, mi único amigo en el bloque, veraneaba con sus abuelos en el pueblo y mis calles no coincidían con las del resto de amigos, así que la mayor parte del verano me tocaba jugar solo. Por eso la llegada de mis vecinos internacionales era todo un acontecimiento.
Monique, la matriarca de aquella familia, era una mujer de bandera. Lo nunca visto en el barrio. Sus vestidos, ajustados y con generoso escote, eran la comidilla de las mujeres y la delicia de los hombres. Se arreglaba siempre, hasta para bajar a la compra, lo que traía a mal traer a las envidiosas de turno. El perfume no le iba a la zaga. Nada más apearse del coche su fragancia viciaba el aire de varios metros a la redonda y durante semanas ya nada volvía a oler igual. Con Monique llegaban el marido, dos niños, una niña y un coche enorme con la matrícula negra. Los muchachos eran más o menos de mi edad. La chica me sacaba tres años. Era muy guapa. Tanto, que jamás fui capaz de mirarla de frente sin sonrojarme.
El único que hablaba español era el marido, aunque poco, porque desde su llegada hasta que se iban, apenas salía de casa. Los que sí salían eran los pequeños. Salían y entraban con una libertad que escandalizaba a todas las madres, incluida la mía, aunque a la pobre la desazón no le durara mucho. El verano que murió mi madre yo tenía siete años.
Me cuesta trabajo ordenar las imágenes que mi cabeza guarda de aquella época, fue todo tan rápido… Sólo sé que un día estaba bien y al siguiente postrada en la cama. Después, durante varias semanas estuve viendo cómo el médico subía y bajaba del piso con gesto contrariado y cómo Don Andrés, el párroco, venía a traerle la Comunión. También recuerdo a la tía Sonsoles rezando rosario tras rosario y a alguna cotilla que entraba, salía, y al marchar me atusaba el pelo diciendo «pobrecillo».
Yo aprovechaba el trasiego de gente para echar unas canicas con Alain y Jerome, mis vecinos franchutes, que tenían muy mal perder, aunque como se enfadaban en gabacho nunca llegué a comprender sus palabrotas. Un día traté de explicarles el juego de la taba y no hubo forma de aclararse. Por eso siempre jugábamos a lo mismo. La niña iba por libre. Si alguna vez se acercaba a nosotros era para farfullar algo parecido a «Allez merde» y mirarnos con cara de asco.
Hasta que una mañana cualquiera todo acabó. Y ya no hubo más médico, ni más vecinas, ni más canicas. Sólo quedaron los rosarios. Que de eso se encargó, y a conciencia, la tía Sonsoles.
La tía Sonsoles era la hermana mayor de mi madre y desde su muerte se ocupó de nosotros. De mi padre, de mí, de la casa. De todo. Era muy beata y me obligaba a rezar un rosario al día. ¡Menudo tostón! Pero como era pequeño no podía rechistar. Mi padre tuvo más suerte. Se buscó un trabajo que lo mantenía ocupado todo el tiempo y cuando llegaba a casa, rendido y sin ganas de hablar, cenaba y se metía al dormitorio sin dar opción a la tía Sonsoles a exigirle ni media jaculatoria. Entonces ella fregaba los platos y se iba a su piso. Vivía en el bloque de enfrente. Sola. La tía Sonsoles no se casó jamás.
Pero aquel verano por encima del olor a incienso que dejaba el cura, el de pucheros que traían las vecinas y el de colonia barata que usaba mi tía, quedó grabado en mis recuerdos el olor de aquella mujer que nunca llegó a entrar en casa pero que una tarde, al pasar a mi lado y sin atusarme el pelo me dijo: «Bonsoir, Monsieur, ¿comment t’appelles?».
...
Je m´appelle Ignacio.
En cuanto pude destrabar mi lengua de aquella maraña de recuerdos balbuceé mi nombre lo mejor que supe.
—Ignacio Crespo García —pronunció, casi deletreando mi nombre— ¡cómo has crecido, Nachete!
Me dejó de piedra. Desde los tiempos de la tía Sonsoles y sus rosarios nadie me había vuelto a llamar así. ¿Y por qué lo decía con esa familiaridad, como si me conociera de toda la vida? ¿Quién era aquella mujer? ¿Dónde nos habíamos visto antes? Traté de ubicarla a marchas forzadas. Esos ojos, esa sonrisa… de repente un pálpito me sacudió la memoria. ¿Quizás…? No. Imposible. No podía ser. ¿O sí?
—¿Tan cambiada estoy que no me reconoces? —me miró desafiante, sin dejar de sonreír. Ante mi gesto de estupor se aproximó a mi oído y acariciándome con su aliento susurró—. Soy Adeline, tu vecina del cuarto. La franchute.
Hubo un revuelo general. Risotadas. Cuchicheos. Y hasta algún silbido malicioso. Pero dadas las circunstancias abjuré de mi sentido del ridículo (¡qué coño me importaban las murmuraciones de esa cuadrilla de extraños!) y entre atónito y boquiabierto exclamé:
—¡Adeline!
No podía creerlo. Era ella. ¡Ella! Me sentí imbécil por no haberla reconocido antes. ¿Quién si no iba a heredar el estilo, la belleza y el perfume de su madre? Ajena a murmullos y habladurías, o quizá disfrutando con ellos, Adeline regresó hacia la pizarra reanudando su tarea como si tal cosa. Mientras, en mi cabeza, las preguntas se agolpaban: ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cómo me reconoció tan rápidamente? y, sobre todo, ¿qué hacía en Mérida? Sosteniendo su mirada y mis interrogantes con el alma en vilo transcurrió el resto de la clase. A menos cinco un revuelo de voces en el pasillo bastó para que mis compañeros dieran por terminada la función. A falta de más anécdotas con que alimentar su morbo fueron saliendo del aula sin prestarnos mayor interés. Yo, algo azorado y reprimiendo el ansia por saber de su vida, me rezagué hasta quedar a solas con ella.
—¿No piensas darme un par de besos por lo menos?
Suya fue la iniciativa, en eso seguía siendo la misma, y mío el placer de plantarle dos besos que me supieron a poco y a los que Adeline, en su eterna manía de leerme el pensamiento, acompañó con un abrazo. En esta pose nos sorprendió el grupo de alumnos que, carpeta en ristre, fue repoblando los pupitres. Hubo varias miradas alcahuetas que no le importaron en absoluto; el abrazo acabó cuando tuvo que terminar. Cuando ella quiso.
—Imparto otra clase ahora —musitó separando su cara de mi hombro pero sin soltarme del todo—. ¿Nos vemos mañana? Tenemos un montón de cosas que contarnos, ¿no te parece?
¡Por supuesto que me parecía! Treinta y tantos años daban para mucho. Aunque después de aquel verano mi vida hubiera sido tan tediosa y previsible como un sermón dominical. Su historia, sin duda, era mucho más interesante. No había más que verla. O simplemente olerla.
—A las once. En el Gambrinus —resolvió pizpireta, escabulléndose entre sus alumnos.
A las once. No hubo más que hablar.
...
Era mi primera cita tras el divorcio y me atenazaban los nervios.
Llegué a menos cuarto, pedí un café solo y me acoplé en la barra mirando hacia la calle. Adeline no tardó en aparecer tras el ventanal, enfundada en una gabardina corta y fumando un cigarrillo que pisoteó con la punta de su bota antes de acceder al bar. En otra mujer aquel gesto me hubiera parecido una vulgaridad pero en ella resultaba sexy. Sus pupilas chispeantes me buscaron entre las mesas que a esa hora rebosaban de funcionarios engominados, empleados de banca tratando de camuflarse, ejecutivos a comisión y corrillos de mujeres cortando un traje a medida a cada uno de ellos. Dejé el café en la barra y me dirigí hacia Adeline. Sin darle tiempo a reaccionar y con la certeza de tener la venia de antemano, le planté dos besos en las mejillas seguidos de un «bonjour, mademoiselle» que no llevaba preparado y que me salió del alma. Acto seguido la conduje hacia una mesa vacía. Adeline, avanzando con una sensualidad tibia, matemática, calculada al milímetro, me dejó hacer.
—¿Qué vas a tomar? ̶ pregunté, mientras se acomodaba.
—Café con leche y parisina, por favor. El café en taza pequeña.
Regresé a la barra, cogí mi café y tras un ágil repaso a la carta de tostadas añadí otra parisina al pedido. El camarero me indicó que me sentara, que nos serviría en la mesa. Adeline se quitó la gabardina. Llevaba un suéter ajustado que realzaba su silueta de pechos menudos y pezones erguidos. Sin sujetador. Igual que aquella tarde…
—¿Sabes? —dijo cuando me tuvo sentado frente a ella— Leí tu nombre en la lista de alumnos y pensé que era casualidad, que no podías ser tú, pero cuando apareciste en clase te reconocí a la primera. ¡Menuda sorpresa!
—¿Sorpresa, dices? Ni te imaginas lo que me entró por el cuerpo al escuchar lo de «Nachete». Pero cuéntame, ¿qué te trajo de nuevo a España? Que yo sepa, desde que ocurrió aquello nadie volvió a tener noticias tuyas ni de tu familia.
—¡Aquello! ¡Vaya forma de decirlo! Aquello fue nada. Una estupidez, una travesura infantil sin mayores consecuencias. Pero la bruja de tu vecina hizo un castillo de un grano de arena. ¡Menuda arpía!
—Sí, la Rosi era todo un personaje. Aún vive, ¿sabes? pero tiene Alzheimer y no conoce a nadie. La visité hace unos meses por insistencia de mi tía Sonsoles. Está en una residencia de ancianos, hecha un guiñapo.
—¡Siempre fue un guiñapo!— sonreí.
—Tienes razón, la gente no cambia fácilmente.
Ella no lo había hecho. Escuchándola uno se percataba al vuelo de que seguía tan indomable como entonces, un espíritu libre que no había sucumbido como yo a los dictados de la rutina. Dejé que llevara las riendas de la conversación y sólo intervine para amortiguar su curiosidad con alguna parrafada insulsa. Me contó su vida a grandes trazos. Una vida cuyos derroteros -estaba cantado- tomaron caminos opuestos a los míos. Aunque del torbellino de vivencias que relató una sola quedó anclada en mi cerebro: ni se había casado ni, por aquellas fechas, mantenía una relación seria con nadie. ¡Genial! Hijos tampoco mencionó, de modo que deduje que no existían; ninguna madre es capaz de mantener una conversación de más de media hora sin hablar de ellos.
Tras dos horas de charla agotamos los cafés, las tostadas y la paciencia del camarero que, con cierto descaro, se acercó a traer la cuenta e insinuar que ya habíamos amortizado con creces la consumición y que, o bien pedíamos otra, o nos íbamos con viento fresco.
—¿Qué hora es? —preguntó Adeline. Al sentirse hostigada se había incorporado para largarse.
—La una y cuarto.
—¡Oh là là!, es tardísimo. He de llegar al centro antes de las dos. Tengo que recoger unos libros en la librería Punto Aparte.
—Descuida —la tranquilicé—, conozco a María, la dueña, y siempre es la última en cerrar. Si no la pillas allí organizando cajas, la encontrarás tomando una caña en el Pestorejo, el bar de al lado.
—Eso espero.
Puse un billete de cinco euros sobre el platillo que el camarero trajo con el ticket. Sobraba casi uno y no esperé el cambio. Pensé que tal vez con eso se le pasaría el mosqueo. Salimos del bar y me ofrecí a llevar a Adeline en coche pero insistió en ir andando. No quise parecer empalagoso y tras el par de besos que empezaban a ser costumbre nos despedimos allí mismo.
—Mañana tenemos clase, a las ocho —apuntó, poniéndose en su papel de profe— ¡no me falles!
—Allí estaré. Como un clavo.
Se alejó calle abajo. Despacio, muy despacio, como burlando a la prisa. O como aquella que sabe que arrastra consigo una mirada cautiva. No tardó ni tres metros en sacar de su bolso un mechero y un paquete de cigarrillos. Se detuvo. Encendió uno. Aproveché para lanzarle la pregunta que me estaba torturando.
—Oye, Adeline, ¿puedo seguir llamándote Adeline?
Haciendo caso omiso a mi consulta dio una calada al cigarro y respondió con otro interrogante. Uno que surgió desde un pasado remoto, común a ambos. Una pregunta que lanzó con la sutileza de un olvido recordado por casualidad.
—Por cierto, ¿qué pasó con la cajita?
...
Era de madera, pequeña. Por fuera, plateadas y en relieve, llevaba grabadas las letras J H S.
Su interior estaba relleno de una espuma amarilla troquelada con tres círculos. En el del centro encajaba perfectamente el portaviático de plata en el que, cuando tocaba llevar la comunión a algún enfermo, don Andrés metía una oblea sin consagrar. En los otros dos, sendos tarros de cristal con la tapa forrada por una lámina de estaño repujado. El que lucía unas filigranas con forma de racimo de uva guardaba el vino a consagrar, el otro, para el agua bendita, tenía por fuera un dibujo que recordaba el garabato de un pez.
La conocía al dedillo porque durante cuatro años, ese tiempo en que la inocencia aún me permitía sonreír, fui el monaguillo de Don Andrés. Sí, del cabrón que mató a mi madre.
No fue decisión propia. Pero entre que no supe negarme al capricho de la tía Sonsoles y que en el fondo me venía bien la propina que sacaba los domingos, me dejé convencer fácilmente.
La parroquia era como todo en el barrio: modesta, funcional, sin alardes arquitectónicos ni ornamentales. Ocupaba la mayor parte de los bajos del segundo bloque. El resto se lo repartían entre la vivienda del párroco -comunicada con la iglesia a través de la sacristía- y un aula que por la mañana se usaba como parvulario del colegio y por la tarde para las clases de costura y mecanografía que impartían las monjas de la catedral.
Las tareas de mi cargo consistían en mantener ordenada la sacristía, atender al cura durante la misa, reponer los cirios, tener a punto el incensario, el Misal o cualquier utensilio que la liturgia demandase y acompañar a Don Andrés en sus expediciones sacramentales por el barrio. Aunque en realidad sólo llevábamos a domicilio dos sacramentos: la Comunión y la Extremaunción. Para los demás era de obligado cumplimiento el paso por la iglesia.
—¿Hoy que toca, Don Andrés? —le interrogaba mientras me ponía el alba encima de la ropa de calle.
Y él unas veces respondía «Hoy, los Santos óleos, Ignacio» y otras, «Hoy, la Eucaristía».
Don Andrés llegó al barrio poco antes de enfermar mi madre. Su juventud deslumbró a los feligreses que acababan de jubilar a un cura cuyas homilías les dejaban la conciencia temblando de domingo a domingo. Pese a su mocedad no fue hombre de grandes innovaciones, lo que congratuló a las más beatas y decepcionó a las no tanto, a las que esperaban de su llegada una brisa de modernidad eclesiástica. Nunca le vimos fuera de la iglesia en actividades que tuvieran poco o nada que ver con su vocación de pastor de almas. Celebraba con solemne obediencia todas las efemérides del calendario litúrgico y estimulaba a los feligreses hacia la búsqueda de la gracia divina mediante la práctica de los sagrados mandamientos de Dios. Desde el púlpito se dirigía a nosotros con pulcritud de modales y firmeza en el gesto, y sus sermones sonaban como el susurro de una caracola: pacíficos, alentadores, indulgentes. En el trato personal su sencillez era siempre de agradecer por quienes compartíamos con él liturgias, paseos y tareas parroquiales.
Era ahí, precisamente, donde su silencio adquiría un halo místico y sombrío que mucho antes de conocer su verdadera calaña ya me incomodaba. A veces tenía la sensación de que el mero hecho de retirarse la casulla en mi presencia le causaba un pudor desmedido. No entendía el motivo. Porque bajo esa prenda siempre llevaba la sotana. Consciente de su apuro yo bajaba la vista y la recogía de sus manos. Después la doblaba con cuidado y antes de remeterla en el cajón de la cómoda, cogía aire y aguantaba la respiración para que, al abrirlo, el aliento de madera rancia y bolas de alcanfor que exhalaba aquel mamotreto no se me colara en la nariz.
Una tarde le vi nervioso, con prisa, y no bien concluido el oficio se retiró precipitadamente hacia la sacristía. Yo llegaba tras él cargado con las vinajeras y apenas tuve tiempo de posarlas sobre la cómoda y sujetar al vuelo la casulla. Tan al vuelo que se me resbaló de entre los dedos y cayó al suelo. Me apresuré a recogerla temiendo una reprimenda pero sus manos fueron más rápidas que las mías. No, no me pegó, aunque lo cierto es que por un instante no las tuve todas conmigo. Se limitó a arrebatármela de malos modos y a amonestarme con tono desabrido.
—Trae acá, patoso.
A pesar del desprecio con que las dijo, aquellas palabras apenas rozaron mi autoestima. Por contra fue otro el roce que atrajo mi atención.
Al arrancarme la prenda así, a las bravas, la palma de sus manos se restregó contra las mías y sentí un tacto nudoso, abrupto, que nada tenía que ver con el de las manos de otros curas. Con Don Ángel, por ejemplo, el párroco anterior, que tenía las manos fofas y suaves como la cara de las Nancys con las que jugaban las niñas de mi clase. Impulsivamente traté de retenerlas un instante, sólo por averiguar la naturaleza de aquellos surcos. O estrías. O lo que quiera que fuese que le nacía en las yemas de los dedos y le llegaba hasta más allá de la muñeca. Un más allá inalcanzable y oculto.
Se zafó de mí enseguida. Con las pupilas encendidas. Sin un reproche. Terminamos de organizar la sacristía en silencio y, con el tono más hosco y montaraz que jamás le había escuchado, me dio diez pesetas y el recado de comprar tres cajas de fósforos en la tienda de ultramarinos. Cumplí el encargo lo más rápido que pude y regresé enseguida a la parroquia donde Don Andrés ya había preparado la caja con el portaviático y los frascos.
—Espabila, que llegamos tarde —me espetó, indicando con un gesto que abriera las puertas a su paso.
Desde que se convertía en sagrario portátil y hasta que volvía a quedar libre del Santísimo, don Andrés custodiaba personalmente la caja. Por eso entrelazaba las manos sobre ella a modo de fortaleza inexpugnable, como queriendo impedir que hasta el aire la rozara. Serían las cuatro de la tarde cuando salimos, el sol caía a plomo. Dentro de la parroquia, con las ventanas a cal y canto, el calor apenas se notaba pero al pisar la calle la solana se nos echó encima. Entonces recordé a mi madre. Ella no me dejaba callejear a esas horas. Decía que el sol era malo, que dañaba la vista y la piel. La suya era tan suave… Apenas recuerdo su voz o su aroma pero todavía llevo el tacto sedoso de su dedo en el hoyuelo de mi barbilla. Ahí terminaba el cuento de cada noche. Las regañinas. Y cualquier temor que empañara mi infancia.
La destinataria de la comunión era Graciela, una mujer a la que yo apenas conocía. Llevaba poco tiempo en el barrio. Su marido, Evaristo, se fue a hacer las Américas cuando apenas era un mocoso y regresó de buenas a primeras, con ella embarazadísima, y diciendo que se casaba. Las beatas del barrio le hicieron el cruz y raya desde el principio «¡Por desvergonzada!» Sólo se apiadaron mínimamente de ella cuando, a las pocas semanas, la noticia de que había perdido la criatura voló con la agilidad y virulencia de un cazabombardero. Aunque yo pienso que más que apiadarse aprovecharon para cotillear a destajo con la excusa de ayudarla a superar el trance. Lo cierto es que desde el aborto la mujer no levantaba cabeza, y una vez por semana Don Andrés y yo le acercábamos la comunión.
Vivían en la otra punta del barrio, más allá del campo de fútbol, en una casa protegida por un vallado de rosales y un mastín cuya cabeza abultaba tres veces lo que la mía. A paso ligero eran diez minutos. Aquella tarde, con la canícula, tardamos veinte. Llegué casi deshidratado pero como la tía Sonsoles me tenía bien instruido sabía que no era de buena educación pedir en casa ajena, ni siquiera agua, de modo que me conformé con tragar saliva.
—¿Se puede? —preguntó Don Andrés cuando ya estaba dentro.
—Adelante —se escuchó muy bajito.
El cura me dio un empujón y entramos a un vestíbulo estrecho del que nacía una escalera aún más estrecha. Al avanzar por los escalones un olor ácimo, mezcla de sudor, vómito e incienso, se me coló en la nariz y tuve que hacer un heroico esfuerzo para aguantar las náuseas. El mastín gruñó a nuestra espalda con un gruñido bronco, amenazador, más inquietante conforme nos acercábamos al piso de arriba. Sólo por eso me alegré de ir delante.
La habitación estaba en penumbra, con la persiana bajada hasta pocos centímetros del alféizar. La ventana sin embargo permanecía abierta. Quizá con afán de que la brisa de la calle atenuara el irrespirable hedor que saturaba la atmósfera. Pero las cortinas ni se movían. Ni siquiera al compás del aliento de aquella mujer que recostada sobre sus almohadones, el rostro pálido y ojeroso, era la viva estampa de la muerte. Se animó al vernos, aunque las fuerzas apenas le alcanzaron para articular un débil «Gracias por venir, padre, es usted un santo».
Era un dormitorio austero, de muebles robustos y oscuros, entre los que destacaba un armario ropero con un espejo central que, colocado frente por frente al lecho de la moribunda, no hacía sino duplicar su fantasmagórica apariencia. Dos mesitas de noche custodiaban los flancos de la cama. En una de ellas, varios envases de medicamentos, un rosario y un vaso de agua se repartían el halo anaranjado y mortecino de una lámpara de sobremesa. La otra mesilla, a simple vista, estaba vacía, aunque al acercarte a ella descubrías un caleidoscopio de estampas de santos y vírgenes bajo el cristal que protegía su parte superior. Don Andrés colocó la caja encima de tan sacrosanto repertorio. Después empezó a confortar a la demacrada feligresa enferma con palabras suaves, delicadas, apacibles, nada que ver con el tono arisco con que poco antes me había amonestado en la sacristía. Pensé en su gran parecido con el lagarto que mi padre encontró una tarde en el arriate de los geranios, que mudaba de color según el tiesto donde se ponía. Cuando se aburrió de darle consuelo se puso la estola y yo me hinqué de rodillas en el suelo. Comenzaban los rezos.
Siempre era lo mismo. Una retahíla de frases en latín que Don Andrés recitaba de carrerilla y a las que yo iba contestando como un papagayo: «Ora pro nobis» o «Amén», según tocara. El significado de aquellas plegarias ni lo aprendí entonces ni me importa ahora, pero aquella tarde, a los oídos de la doliente mujer, sonaba como un canto a la esperanza. En un determinado momento Don Andrés bendijo a la enferma y todos nos santiguamos, luego se acercó a la mesita de noche para abrir la caja.
Con metódica determinación retiró las tapas y extrajo la oblea del portaviático. Sosteniéndola a la vista de todos la consagró antes de mojarla primero en el vino y seguidamente en el líquido del otro frasco. Supuse que lo hacía para atenuar el sabor del vino. Por último depositó la Sagrada Forma sobre la lengua de la mujer mientras recitaba:
—El Cuerpo y la Sangre de Cristo.
—Amén —susurró ella, masticando con dificultad.
Como la pobre pareciera que iba a atorarse, recuerdo que le acerqué el vaso de agua para ayudarla a tragar. Sus ojos color almendra me lo agradecieron con una mirada complacida, sin atreverse a infringir ni por un instante el reverencial silencio que durante unos minutos seguía a la comunión, y que don Andrés aprovechaba para reorganizar ceremoniosamente los enseres de la caja.
Normalmente ahí terminaba el ritual, pero aquella tarde la mujer, con un hilo de voz, le dijo que quería confesión.
—Hija mía, acabas de comulgar —se excusó Don Andrés—. Estás en plena gracia de Dios y Él, en su infinita misericordia, sabrá perdonar las faltas que hayas podido cometer.
—Quédese un ratito más, padre, se lo suplico.
No tuvo otro remedio que quedarse. Y yo que marchar. Porque tratándose de secretos de confesión estaba de más.
Sin disimular su fastidio Don Andrés abrió de nuevo la caja y pasando la yema del dedo por la superficie interior, se cercioró de que en el portaviático no quedaba ni rastro de la hostia. Luego destapó el frasco del vino y, de un trago largo y pausado, apuró hasta la última gota. Me mantuve quieto y en silencio mientras él repetía el protocolo de recogida de los bártulos. Después me dio la llave de la iglesia y me encomendó la caja.
—Toma, métela en su funda y la colocas en el tercer cajón de la cómoda, bajo los manteles de Cuaresma, ya sabes.
Así, como por arte de magia, tras haber sido vaciada de elementos sagrados, mis manos pecadoras podían volver a hacerse cargo de ella.
—¿A qué esperas? —me increpó, empujando la caja contra mi barriga. ¡Llévatela!
Descendí las escaleras al trote y en cuanto salí a la calle eché a correr espoleado por una comezón extraña, circunstancia que al perro debió parecer de lo más divertida. Me persiguió mostrando los colmillos de su gigantesca boca durante un buen trecho y sólo se dio por vencido cuando, tras dejar atrás el campo de fútbol, otro niño menos rápido o más apetitoso que yo se le puso a tiro. A la altura del cuarto bloque, con la boca como el esparto y el corazón a mil por hora, decidí aminorar la marcha y ¿por qué no? subir a casa a tomar un poco de agua. Con suerte si la tía Sonsoles había tenido tiempo, podría encontrar una jarra de limonada en la nevera.
Al cruzar la calle Datrás vi a mis dos vecinos franchutes de cuclillas en la acera. Parecían muy entretenidos haciendo perrerías a los polluelos de un nido de golondrinas recién desprendido de algún alero. Pasé de largo. A la que no pude esquivar fue a la Rosi, mi vecina de enfrente, que en ese instante salía del portal arrastrando el carrito de la compra.
—Hombre, Nachete, ¡mira qué bien me vienes! Escucha, dile a tu tía que esta semana le toca limpiar la escalera, no vaya a hacerse la despistada. Ah, y dile también que hay que barrer a diario, que ayer no lo hizo. ¡Y esto está lleno de porquería!
Siempre era igual, como un dolor de muelas. La Rosi era la cotilla oficial del barrio. Se enteraba de todo, hasta de lo que no ocurría. Por eso y porque era la única persona a la que me estaba permitido hacer oídos sordos desvié la mirada hacia el suelo y me colé adentro.
—¡Habráse visto! ¡Ni siquiera las buenas tardes! ¡Este chico está cada día más asalvajado! ¡Ay, si tu madre levantara la cabeza, el disgusto que la ibas a dar!
La muy bruja no respetaba ni a los muertos. ¡Qué esperar de su opinión de los vivos! Adeline fue la única porquería que encontré en el portal. Sentada en el tercer escalón, la espalda contra la pared y sus larguísimas piernas extendidas, lo ocupaba por completo. Leía una revista mientras chupeteaba una piruleta que había teñido sus labios y su lengua de un rojo brillante. Noté cómo de repente mis mejillas se acaloraban. Lucía una falda corta y una camiseta de tirantes igual de finos que sus brazos. Debía quedarle una talla grande porque el escote se le despegaba del pecho dejando entrever unas tetas incipientes, sin sujetador, que me subyugaron sin remedio. El calor sofocante volvió a dejarme sin aliento. Aunque esa vez su origen no fuera el sol de agosto sino un punto muy concreto de mi anatomía. Sus ojos negros y vivarachos destilaban provocación. Rápidamente deduje que no iba a cederme el paso por las buenas. Con todo, opté por intentarlo.
—¿Me dejas pasar?
—Depende.
Una sonrisa taimada y un sutil entrechocar de rodillas fulminaron la poca entereza que me quedaba. Si ya tenía calor aquello terminó de sofocarme. Noté cómo mis piernas comenzaban a temblar y cómo, con el tembleque, la cajita que viajó todo el trayecto pegada a mi cuerpo caía al suelo.
—¿Y de qué depende, si puede saberse? —balbuceé, en un intento por controlar la situación.
—Pues… de si me enseñas qué llevas en esa caja.
«¡Imposible!», pensé mientras me agachaba a recogerla. «¡Si se entera Don Andrés me mata!».
—No puedo —objeté, poniéndome muy serio—. La caja no es mía.
—¿Ah, no? ¿Y entonces qué haces con ella?
—Es de Don Andrés, el cura. Sirve para llevar la comunión a los feligreses que no pueden ir a misa. Yo soy el monaguillo.
No estaba seguro de que me entendiera. No sólo por la evidente diferencia lingüística, sino porque viniendo de una familia de ateos -eso no me lo dijo nadie pero era vox populi- lo más probable era que las palabras «feligreses», «Comunión» y «monaguillo» le resultaran tan ajenas como la vergüenza.
—¡La Comunión! —exclamó, levantándose de golpe— ¡Yo quiero probarla!
Todavía no sé qué me causó más sorpresa, si el antojo o que conociera de qué iba el asunto. La cuestión es que se levantó y de un salto se puso a mi altura. La tenía enfrente, casi rozándome. Altiva. Provocadora. Tan bonita…
—Si me la enseñas… ¡te doy un beso!
—Pero eso no puede ser —argumenté, buscando una salida honrosa a mi acaloramiento—. ¡Te la tiene que dar el cura!
—Tú eres su ayudante, ¿no? ¡Pues entonces también vale! Ven —ordenó cogiéndome de la mano—. Aquí no nos verá nadie.
Aprovechando mi estupor, se hizo con la caja y me empujó hacia el cuarto de contadores que ocupaba el hueco de la escalera. Era un cuchitril de no más de un metro de ancho por otro de largo. Olía a cerrado, a humedad, a prohibido. Aunque no tenía luz la claridad se filtraba a través de las rendijas de la puerta de madera. De la pared del fondo, sin revocar y cuajada de telarañas, colgaban los contadores. Los había de modelos disímiles. Unos más grandes y profundos, otros más pequeños y discretos. Los vecinos del bloque jamás se pusieron de acuerdo en eso. Ni en eso ni en nada.
Nos acoplamos como pudimos en el centro de aquel cuartucho. Sentados, las piernas encogidas, uno pegado al otro. Tan pegados que el aire que yo respiraba parecía salir directamente de sus pulmones y el que ella expulsaba, cálido y sensual, me rozaba la frente y la punta de las orejas. Ella tenía la cajita y yo estaba hipnotizado, así que le seguí la corriente.
—¿Necesitas saber mi nombre para dármela?
—Creo que no —contesté tras cavilar un instante—. Esto no es como el Bautismo.
—Bueno, de todas formas te lo digo. Me llamo Adeline.
Adeline. Me pareció un nombre precioso. Nada que ver con el de las mujeres que me rodeaban. Mi tía Sonsoles, por ejemplo, o la Rosi. Tampoco las niñas de mi clase habían sido muy agraciadas en ese aspecto: Fernanda, Paquita o Milagros eran algunos ejemplos. Aunque ahora que lo pienso también estaba Estela, pero ésa ni me miraba.
—Adeline —repetí, embelesado—. Oye, ¿tú por qué hablas tan bien el español si tus hermanos no entienden ni jota?
Me miró con aire compasivo, como pensando «Ay, Nachete, qué ingenuo eres».
—Ellos también lo hablan pero se burlan de ti. De ti y de todos, porque así consiguen lo que quieren. Papá es español y nos ha enseñado. Aunque sólo practicamos con él.
Me sentí imbécil; esos mocosos me habían tomado el pelo a base de bien. ¡Y yo enseñándoles a jugar a las tabas! Al final iba a llevar razón la Rosi cuando cizañaba a mi tía para que no me dejara zascandilear con ellos. «¿Y Nachete qué va a sacar en limpio de esos gabachos sin cristianar? Nada bueno, Sonsoles, nada bueno».
Pero ella no era así. Adeline me había dicho su nombre y quería ser mi amiga. En cierto modo ya lo era porque un secreto de ésos sólo se le confía a un amigo del alma. ¡Adeline era mi amiga del alma! Cuando Juanjo volviera del pueblo y pudiera contárselo se iba a morir de envidia.
—Venga, ¡ábrela ya, tonto! ¿A qué esperas?
—Oye, pero tú… ¿ya has hecho la Primera Comunión?
—¡Pues claro que no, imbécil!, si la hubiera hecho ¿para qué te lo iba a pedir? Tú ábrela y calla. Que al final nos van a pillar.
Justo entonces recordé que en la caja no quedaba nada con que comulgar, tan sólo agua bendita, y para salir airoso de aquel enredo se me ocurrió otra memez:
—Es que… entonces es pecado…
Adeline soltó una sonora carcajada. Una carcajada que fue el principio del fin.
...
¡La cajita! repetí, desconcertado.
—¿A qué viene eso ahora? Supongo que alguien la encontraría. O tal vez siga donde la dejamos. ¡Quién sabe!
Frunció el ceño como si mi respuesta no le cuadrara. Absorta en sus cavilaciones siguió avanzando sin concederme el beneplácito de seguir llamándola Adeline. Pero ya se sabe, las mujeres son de otra pasta, y su eterna sed de misterio las lleva a buscar respuestas incluso donde no existen preguntas. Yo, que soy hombre y por ende mucho más simple en cuanto a elucubraciones mentales, me conformé con la columna de humo que ascendía tras su gabardina. Fumata blanca, pensé, eso es un sí.
Mientras la observaba alejarse hacia el Puente Romano supe que Adeline daría un vuelco a mi vida. No sólo porque era la única persona que compartía parte de mi secreto, sino porque de repente, como si alguien hubiera lubricado sus engranajes, mi corazón resucitó de un sopor intencionado y un runrún de emociones oxidadas borboteó en mis venas.
Desde que mi ex se largó con mi hijo y su profesor de taekwondo me había cerrado en banda a cualquier situación que exigiera una brizna de apego. A cualquier sombra de amistad. A cualquier lazo que pudiera hollar mis sentimientos. Anduve así más de siete años. Solo. A mi bola. Reconcomiéndome en mi mal fario. Acostándome a las tantas y amaneciendo a las cuantas. Sin orden ni concierto. Pero también sin un alma que me sermoneara ni por una cosa ni por la otra. Durante ese tiempo me convencí de que la felicidad es una especie de embotamiento de los sentidos, una modorra existencial, emocional y ¡genial! Porque yo era feliz aunque viviera como un zombi. Por eso el regreso de Adeline fue también el mío: volví a la vida. Curioso, porque resucité al mismo tiempo que mi ciudad adoptiva.
Aquel mediodía de octubre el sol ya no picaba como los tres meses precedentes. Un proyecto de nube comenzaba a gestarse en el cielo y tras el letargo estival los emeritenses salían de sus madrigueras. No cabe discusión, Mérida, en otoño, es una ciudad para el paseo.
La vuelta a los puentes, el Lusitania y el Romano, además de recorrido obligado es zona de encuentro para los que tratan de desentumecer las articulaciones: jubilados ociosos, embarazadas a punto de caramelo, niños equilibristas sobre bicicletas recién despojadas de sus ruedines, cuarentonas disfrazadas de quinceañeras, atletas que llevan tres vueltas cuando los demás van por la mitad del recorrido y otros que, como yo, pasean por inercia. O por el mero deseo de encontrar alguna cara conocida creyendo que así podrán ahuyentar la soledad.
Pero la llegada de Adeline, de un plumazo y para siempre, borró de mi diccionario todos los sinónimos de soledad. Y por añadidura todas las formas verbales conjugadas en primera persona del singular. Iba siendo hora de dar carpetazo a tanta modorra. Tocaba dejarse de empanadas mentales y echarle un par de huevos. Porque la vida no siempre es tan generosa y a mí me estaba dando una segunda oportunidad.
Se me ocurrió que la mejor forma de inaugurar mi nueva etapa era invitarla a cenar. Una cena informal alejada de alumnos entrometidos y camareros impertinentes. Pero ¿dónde? ¿En un restaurante? ¿En mi piso? Sí, eso haría, allí podríamos charlar de lo humano, de lo divino y ¡hasta de la cajita si no quedaba más remedio! Después, si se terciaba…
No obstante, seguía sin comprender su empeño en resucitar el pasado siendo ella una de las más damnificadas. ¿Acaso que la echaran del barrio no fue motivo suficiente para borrarlo de su cabeza? Porque aquello fue un destierro en toda regla, una caza de brujas. Sí, a mí me cayeron encima unos cuantos zapatillazos pero ellas, Monique y Adeline, fueron pasto del juez más terrible y arbitrario: la envidia. Y fundamentalmente de su brazo derecho en el barrio: La Rosi.
...
—¿Quién anda ahí?
¡Madre mía, la Rosi! En un acto reflejo tapé la boca de Adeline con mi mano. «Shhhhhhh, calla, que como nos encuentre aquí se puede armar la gorda». Pero no podía. Es más, era como si la posibilidad de que nos pillaran le causara mayor pitorreo. Así que me la eché encima, en el regazo, por ver si con la ropa amortiguaba el ruido. Durante un par de segundos creí conseguirlo porque afuera no volvió a escucharse nada. Dentro, la risita de Adeline, atenuada por la tela de mi pantalón, avivó el fuego que me quemaba por dentro. Guardé silencio mientras procuraba dominar aquella borrachera de sensaciones. Tampoco volví a escuchar a la Rosi. «Tal vez crea que es un ratón o una lagartija», pensé, «y no se atreva a abrir la puerta». Estábamos muy quietos. Muy juntos. Muy…
—¡Muy bonito, sí señor! ¡Lo que me faltaba de ver hoy!
Se hizo la luz. Sobre todo para la Rosi que, por como abría los ojos y aspaventaba, parecía estar viendo una supernova. Tocaba salir de allí y apechugar con las consecuencias. Con el achuchón, la cajita se había caído detrás de nosotros y justo cuando la Rosi me enganchaba de una oreja, palpé a tientas el fondo del cuarto y la escondí en un hueco entre dos contadores. Todavía no sé por qué lo hice. Tal vez pensé que si la travesura no atañía a las cosas de Dios fuera menos punible. O tal vez justo al contrario, que no calibré hasta qué punto aquella maniobra a la desesperada cambiaría mi vida. Después, mientras Adeline me dirigía una mirada cómplice tras ocultar con su espalda el hueco escogido, sólo pude gritar:
—¡Ay, ay, ay!, que me la arrancas, ¡bruta!
—De cuajo te la tenía que arrancar, ¡sinvergüenza! para que escarmientes. Anda, tira pa casa, que cuando se entere tu tía te va a poner el culo más colorao que un tomate. Y tú, ¡mosquita muerta! igual de mala pécora que tu madre. ¡Ave María Purísima! Si esto se veía venir, ¡se veía venir!
Fue entonces, al santiguarse, cuando aproveché para escabullirme por un lateral y salir corriendo. De cuatro zancadas me presenté en la parroquia, abrí la puerta y me atrincheré en la sacristía. En las sienes, en la garganta y en el estómago, mi corazón retumbaba acelerado. ¿Y ahora qué hago?, me dije al percatarme del berenjenal en que estaba metido, ¡sólo a mí se me ocurre dejarla allí! Tenía que pensar rápido, Don Andrés llegaría en cualquier momento. «¡Ya sé! si mal no recuerdo debe haber otra caja similar en alguna parte, una que sólo utiliza en ocasiones especiales. Tal vez aquí, en la hornacina. No, aquí no está. En la cómoda tampoco. Quizá en el armario de las casullas. Sí, ahí. Ahí arriba».
Con la agilidad que otorga el miedo a ser descubierto escalé las baldas inferiores del armario hasta alcanzar mi objetivo que reposaba en el estante más alto. La cajita suplente también tenía una funda, pero de otro color. La extraje de su envoltorio y me dejé caer al suelo. Después cerré la puerta del armario de un empujón. Cuando la voz de Don Andrés retumbó en la sacristía el cambiazo estaba a punto de ser consumado.
—¿Aún estás aquí, Ignacio? —él nunca me llamó Nachete— ¡Cada día eres más lento! ¡Vete a casa!, que yo termino de organizar esto.
Casi me da un patatús. Me temblaban hasta las pestañas cuando, tras arrebatarme la caja de las manos, fue él mismo quien la metió bajo los manteles del tercer cajón. En ese momento ni siquiera me ofendió el olor a rancio y tuve la sensación de que el Ángel de la Guarda, ese del que mi tía siempre hablaba y del que yo recelaba por sistema, me había rozado con sus alas. Si la Providencia seguía de mi lado tal vez el cura no volvería a necesitar la caja hasta pasadas tres o cuatro tardes. Para entonces ya encontraría el modo de tornar cada una a su sitio.
La que encontró en nuestra travesura la excusa perfecta para deshacerse de Monique fue la Rosi. Cada vez que la veía se la llevaban los demonios. No soportaba su elegancia innata, su belleza salvaje, sus ojos de gata en celo y sobre todo, el prurito que su aroma sembraba en el ánimo de los hombres. Aquella mujer rezumaba sensualidad por cada poro de su piel, una misión imposible para la Rosi. Así que aprovechó el incidente para reclutar un batallón de fusilamiento entre las devotas del barrio. A la mayoría yo sólo las conocía de vista pero también estaban cuatro íntimas de la tía Sonsoles a las que Juanjo y yo dimos en llamar el Club de la Rodilla.
Las bautizamos así, aunque sus nombres de pila eran Asunción, Dolores, Soledad y Luisa -con el María delante, por supuesto-, no sólo porque estar arrodilladas frente a un altar fuera su postura favorita, sino porque medían la virtud de las mujeres según el largo de sus faldas. Si un palmo por debajo de la rodilla, casta y ejemplar. Por contra, aunque sólo la llevara medio centímetro por encima, la aludida iba de cabeza al saco de las libertinas. Azuzadas por la Rosi fueron ellas quienes tiraron la primera piedra. Y en un santiamén su voz era un clamor popular.
Que si la niña Adeline había seducido a Nachete. Que si lo estaba obligando a realizar no sé qué obscenidades… Bueno, ellas decían «actos impuros» pero esa expresión siempre me causó dentera. «Que si vete tú a saber si no lo ha intentado ya con otros chicos del barrio…» «Que si de dónde va a sacar la niña esas ideas si no es de su madre…» «Una arpía, una descastada, una viciosa, una fresca, ¡una puta, eso es lo que es!» Resueltas a no consentir que la semilla del libertinaje se colara en el barrio decidieron atajar el mal de raíz, como la mala hierba. Y como el cabeza visible de aquella familia era el casi invisible Don Arturo, fueron a por él.
Lo pillaron a traición. En una de las pocas ocasiones que salía de casa para comprar el periódico. Un grupo de ocho o diez señoras, con la Rosi y mi tía Sonsoles a la cabeza, lo rodearon en plan «Ahora te vas a enterar tú de cómo las gastan las mujeres de este barrio» y lo acribillaron a reproches. Yo escuché todo desde la ventana de la cocina, escondido tras las macetas de geranios y clavellinas. No entendía tanto revuelo por una chiquillada y albergaba la esperanza de que Adeline hubiera contado la verdad a su padre y de que él pondría las cosas en su sitio: «Una travesura… ha sido una travesura… nada de perversiones… son niños… estaban jugando…». Pero no tuvo opción. Aquellas mentes calenturientas no cedieron un milímetro en sus pretensiones y le plantaron el ultimátum: o se largaban del barrio o denunciarían a la chiquilla y a su madre por abuso de menores. Don Arturo no daba crédito. Si ya de por sí era reservado aquello terminó de enmudecerle. Con los ojos enrojecidos de rabia y la derrota tatuada en el alma regresó sobre sus pasos y subió a casa. Ese día desistió de comprar el periódico. Supongo que tenía cubierto el cupo de sucesos.
Aquella misma noche Adeline y su familia desaparecieron para siempre del mapa de mi infancia. Y jamás volví a ver un coche con matrícula negra aparcado en la calle Datrás. Sólo una cosa olvidaron meter en el maletero: el rastro del perfume de Monique.
Este pequeño descuido trajo a la Rosi por la calle de la amargura durante semanas. Por contra, aligeró los quehaceres de mi tía, porque nuestra vecina se encargaba de fregotear todos los días el portal y la escalera. De vez en cuando, en mitad de la siesta, para que supiéramos que no bajaba la guardia, se la escuchaba vocear:
—¡Por Dios Santo que esto acabará oliendo como las casas decentes! ¡Aunque tenga que echar cuarenta botes de lejía!
...
«La tengo en el bote», concluí cuando Adeline aceptó mi invitación a cenar.
Aunque el Ignacio desnudo y recién afeitado que me observaba desde el espejo del baño no terminaba de creérselo. «Estás gordo, Ignacio y lleno de canas. ¿A quién pretendes engatusar con esa facha?».
El jodido espejo pretendía aguarme la fiesta pero aquella tarde andaba sobrado de autoestima y prefería una mentira piadosa a cavilar sobre los motivos que llevan a una mujer a aceptar una cita. Ella había aceptado y punto. Me dirigí al espejo en tono flemático: Escúchame bien, colega. Mido uno setenta y cinco. Peso ochenta y cuatro. Así que, como mucho me sobran cinco kilos. ¡Esos me los quito echando leches! Además, puede que no sea un Adonis pero con esta barbilla a lo Kirk Douglas me las llevo de calle. «¡Kirk Douglas, menudo carcamal, de ese ya no se acuerda ni mi abuela. Ahora el que las trae locas es George Clooney. ¡Y tú no te pareces a él ni en pintura!».
Puse el termostato a cuarenta grados. Cinco segundos y el vaho acalló a ese pepito grillo transformado en espejo. «La tengo en el bote», me repetí. Y dejé que mis recelos se achicharraran bajo el agua.
Tras la ducha salí del cuarto de aseo descalzo y envuelto en un albornoz de felpa más antiguo que el hilo negro. De hecho me lo compró la tía Sonsoles el año que hice la mili. El frío del pasillo erizó mi vello y apremié hacia el dormitorio. Al abrir el armario ropero, otro espejo -el hermano mayor del acusica del baño- quiso reanudar los reproches. No le di cancha y atajé sus diatribas con un rotundo:
—No insistas, no pienso hacerte caso. Hoy no.
Acto seguido, también en voz alta, reparé en mi flagrante estupidez «Estás como un cencerro, Ignacio».
Adeline me tenía abducido. Pero no desde nuestro reencuentro, sino desde siempre. Había en ella algo indefinible que me atraía sin remedio. Un magnetismo inexorable que desbarataba mis defensas igual que un imán descontrola una brújula. Me di cuenta de que desde la travesura del cuarto de contadores, y sin saberlo, la había estado buscando en cada mujer que pasó por mi vida. Con ninguna de ellas experimenté tan intensamente el calor que ella despertó en mi sexo a los once años. Por eso, al verla, supe que mi ánimo no descansaría hasta volver a sentirlo.
Como primer paso de aquella meta decidí invitarla a cenar. Una cena riojana. En mi casa. Un embolado en el que me metí yo solito sin calibrar bien la intendencia necesaria. Pero claro, ¡a ver quién era el guapo que se rajaba! Compré un saco de sarmientos por un precio cercano a la extorsión e instalé en el balcón del piso una barbacoa portátil. En los restantes dos metros cuadrados habilité lo mejor que pude la mesa de camping y dos velas aromáticas de un paquete de tres que compré en un bazar oriental cercano. Mientras luchaba contra la brisa de otoño por mantenerlas encendidas me encomendé a San Arguiñano. Porque hacía meses que no cocinaba, ni siquiera para mí. La cita era a las nueve y el reloj estaba a punto de darlas.
—¿Nachete?
Su voz, al otro lado del telefonillo, llegó salpicada de malicia. Trae ganas de juerga, pensé, buena señal. Le contesté con una expresión alegre para ocultar mi zozobra. Mientras subía di un repaso visual a mi atuendo: polo beige de manga corta, pantalón negro de vestir, de corte moderno, nada de pinzas o raya planchada. Y unos Callaghan de cordones. Algo más formal que cuando acudía a sus clases pero sin rayar en lo pijo.
—Adelante, mademoiselle, está usted en su casa —ofrecí en cuanto su sonrisa atravesó mi puerta.
No sé bien el porqué pero a su lado me comportaba más cursi de lo habitual. A ella, que de cursi no tenía nada, parecía gustarle. Creo que en el fondo ambos teníamos el mismo pálpito: que aquel reencuentro era el segundo acto de una comedia inconclusa y que si el azar había vuelto a situarnos entre bambalinas la función debía continuar.
—He traído el postre —anunció tras plantarme los besos de rigor—. Biscuit glacé. Toma, mételo en la nevera.
—No tenías que haberte molestado —respondí disfrazando mi alegría por partida doble; por un lado me chiflaban los dulces y por otro, el detalle del postre se me había olvidado por completo.
La conduje hacia la salita y la invité a sentarse. Después fui a la cocina y guardé el biscuit. De paso cogí la botella de tinto que minutos antes había sacado del frigo y la tanteé para comprobar su temperatura. Perfecto. Con ella en una mano y dos copas vacías en la otra regresé a la salita.
Encontré a Adeline sentada en el sillón más cercano a la terraza. Uno de esos orejeros del año catapún que nunca falta en los pisos de alquiler amueblados con retales. Un vestido carmesí, similar al que llevaba el día que me reconoció en la escuela de idiomas, ejercía de anzuelo para mis ojos. Me animé de manera inquietante. Cruzó las piernas y las movió perezosa al tiempo que encendía un Camel. No pidió permiso. ¿Quién se lo hubiera negado? Porque… ¿Qué puedo decir? ¿Que parecía salvajemente hermosa? ¿Que era la clase de mujer por la que los hombres hacen tonterías sin medida? ¿Que su cuerpo podría fundir ambos polos a la vez? ¿Que era sexy a rabiar? ¿Que estaba buenísima?
Me quedo corto.
—¿Un brindis por las sorpresas que da la vida? —fue lo más original que se me ocurrió tras servir las copas.
Asintió alargando la mano pero sin decir palabra. Como sopesando la situación. Quizá calculaba mis intenciones. Sin embargo eran tan obvias que me sentí ridículo.
—Por las sorpresas —asintió, levantando su copa y dando un primer sorbo con los ojos cerrados.
Yo también bebí. Aunque de modo menos comedido. Estaba tan desacostumbrado a la mecánica del cortejo que necesitaba achisparme un poco y me ventilé la copa de un tirón. Ella fumaba. Observaba. Me estudiaba como apostando consigo misma cuánto tiempo tardaría yo en lanzar la red. Seguía sin decir ni pío. Me está poniendo a prueba, deduje sin mucho esfuerzo. No tenía claro si su propósito era crisparme o excitarme pero consiguió ambos. Me serví otra copa. Y me aferré al crepitar de la lumbre para zanjar el silencio.
—El fuego está en su punto —advertí tras salir a la terraza y remover las brasas.
Ágil y desenvuelto, fui sazonando cada chuleta y disponiéndolas ordenadamente sobre la barbacoa. Tener algo entre manos, algo que no fuera el vino y un manojo de nervios, aflojó mis tensiones y comencé a moverme con más soltura. Medio minuto de tejemanejes culinarios y ella pareció dar por concluido el primer asalto. Sin dejar de lado ni la copa ni el cigarrillo se levantó del sillón y entró a la terraza.
—Huele muy bien —apuntó, arqueando las cejas. Después, apoyándose en la baranda metálica inspiró el aire de la noche y dijo—. Hace un tiempo estupendo. En esta ciudad tras el verano vuelve a ser primavera.
¡Prueba superada! Que Adeline hablara del tiempo era señal de que había bajado la guardia. La bola estaba en mi terreno de juego, media copa más y entraría a saco.
—¿Es tu primer otoño en Mérida? —dije por reanudar la charla. Estuve a punto de añadir algo sobre la climatología de la comarca pero me contuve, temí largar alguna estupidez. Ya había volteado las chuletas, de modo que solté los bártulos sobre la mesa de camping y me aposté a su lado. Codo con codo. Rozándola.
—Estuve hace unos años, con mi pareja… De aquella visita recuerdo dos cosas. Una, que esta ciudad se fundó para el retiro de los veteranos de no sé qué guerras. Y la otra, el teatro romano. Creo que fue en ese… ¿marco incomparable lo llaman, no?
—Sí —asentí, divertido—, al que acuñó esa expresión deberían hacerle un monumento. Todo el mundo recurre a ella para describir la escena del teatro.
—Pues eso. En ese «marco incomparable» decidí que si algún día me retiraba volvería a esta ciudad.
—Pero no te has retirado…
—Sí —atajó, encogiéndose de hombros—. De mi pareja, sí. ¿Acaso existe mejor motivo para cambiar de aires?
Brindamos por eso. Por su libertad. Por la mía. Y por el «marco incomparable». Después, entre calada y calada, me resumió su historia y sonsacó la mía. A grandes rasgos y salvando kilómetros eran un calco.
—Se fue con otra. Una nota de despedida y quince años de mi vida tirados por la borda. ¡Allez merde!
Aquel respingo cinceló en mis labios una sonrisa espontánea, generosa, rotunda, que picó su curiosidad.
—¿De qué te ríes?
—Allez merde —repetí, imitando penosamente su acento—. Creo que esa fue la primera lección de francés que me enseñaste. ¿Lo recuerdas?
No se acordada. Al menos de esa frase en concreto. Pero sí de otras anécdotas que fuimos resucitando a golpe de carcajada. Y como reír juntos es el primer peldaño de la seducción, mitad en serio, mitad en broma, aproveché la guasa para reclamar el beso pactado en prenda de la travesura que nos costó cuatro décadas de ausencia.
—Por cierto. Tú y yo tenemos algo pendiente desde entonces… ¿no crees?
Estaba preciosa. Preciosa. Pese al humo del tabaco olía suave, a piel limpia y perfume sin diluir. Podía habérselo dicho y quedar como un dandy, lo sé, pero cuando un hombre ronda los cincuenta y lleva tiempo sin comerse un rosco no suele andar con esas sutilezas. Además, a poco que se hubiera fijado en el vaivén que bullía bajo la cremallera de mi pantalón no habría necesitado palabras. La cogí por la cintura y acerqué mi boca a sus labios.
—¡Por supuesto que tenemos algo pendiente! —exclamó zafándose de mi abrazo— ¡Aún no me has hablado de la cajita!
¡Joder con la cajita! ¡Yo empalmado como un pararrayos y ella pensando en la cajita! Era la segunda vez que la mencionaba y la sospecha de que fuera el motivo cardinal de su visita me taladró el alma. «Te lo advertí, Ignacio» me pareció escuchar desde el cuarto de baño.
Nunca entenderé a las mujeres. Menos aún su manía de remover el fango, de hurgar en las heridas, de perpetuar en la memoria los recuerdos más punzantes. Pero en fin, si era su gusto ¡hablaríamos de la cajita! Un hombre debe saber cuándo toca cambiar de banda sin abandonar el terreno de juego. Con un poco de astucia, Adeline no tenía por qué enterarse de nada que yo no quisiera…
—¿De veras no sabes qué ocurrió tras vuestra marcha?
—Nada en absoluto. Mi madre se ponía histérica cada vez que papá sacaba el tema y todo lo relacionado con el barrio pasó a ser tabú.
—Pues de la caja nunca más se supo. Nadie volvió a preocuparse por ella.
—¿Nadie? ¿Ni el cura?
—Bueno, el cura sí. Pero al pobre le dio un infarto a los diez días de aquello y se murió al instante.
—¡Un infarto! ¡Pero si era muy joven! No tendría ni treinta años.
—Treinta y tres —concreté—. Lo sé porque se comentó con gran alboroto que tenía la misma edad de Cristo y las beatas de turno tomaron aquello como una señal o un aviso. ¡O, qué sé yo, estaban todas locas! Anduvieron rezándole novenas durante meses.
—Y en esos diez días… ¿ni siquiera la echó en falta?
—Sí, pero no sospechó de mí.
—Pues no lo entiendo. Aparte de él, tú eras el único que la cogía, ¿no?
—Sí, pero… —tragué saliva para contestar— Esa semana hubo Confirmaciones y vino un montón de gente a la parroquia. Pensaría que, aprovechando el bullicio, algún ladronzuelo la robó confundiéndola con el cepillo de los donativos.
—Raro, muy raro —murmuró—. Con la facha de resentido que tenía, me extraña que no te echara la culpa.
La culpa. Tantos años tratando de esquivar esa palabra y Adeline la soltaba tan alegremente… Un regusto salobre inundó mi boca: culpable, culpable, culpable, culpable… Advertí que mi ánimo tambaleaba con el vértigo esperanzado de los primeros segundos de un terremoto, cuando uno todavía desconoce si el mundo se desplomará sobre su cabeza o todo quedará en un susto. Afortunadamente, con los años había aprendido a dar esquinazo a los remordimientos. Y a veces, como aquel día, no les dejaba meter baza por impertinentes que se pusieran.
—Fue todo un poco extraño —admití, mientras retiraba las chuletas del fuego y elegía, de entre mis recuerdos, aquellos que pudieran saciar su curiosidad sin comprometerme—. El día siguiente al que nos pillaron estuve sin salir de casa, castigado, pero al otro, como de tu familia no había rastro, la tía Sonsoles se apiadó de mí y me levantó el castigo. Mi idea era sacar la cajita del cuarto de contadores y devolverla a su sitio antes de que Don Andrés se diera cuenta del cambiazo.
—¿Cambiazo? ¿Qué cambiazo? —preguntó Adeline, extrañada.
—Verás, tras escapar de las garras de la Rosi fui a la sacristía y coloqué otra caja donde debía estar la nuestra.
—Comprendido, ¿y?
—Pues que no pude recuperar la que habíamos escondido en el cuarto de contadores.
—¿Por qué?
—Cuando bajé al portal, el Chapas, el del taller mecánico, estaba sustituyendo la puerta. Había arrancado la de madera y en su lugar colocaba una nueva. Metálica. Con cerradura y candado.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Otra estupidez. Regresé a la iglesia sin la menor idea de cómo salir del atolladero. Don Andrés estaba de confesiones y por la cola de pecadoras que aguardaba turno deduje que tenía al menos media hora de margen. Aproveché para devolver la caja falsa a su lugar. Después me puse a trastear por allí, a preparar las vinajeras y limpiar el polvo a los muebles.
—¿También tenías que limpiar?
—No, ¡qué va! para eso estaba la Casilda, que venía dos o tres veces por semana. Pero el caso era disimular como fuera. Aunque el susto no se me quitaba del cuerpo. ¡Y menos de la cara! Tanto es así, que cuando el cura entró a la sacristía yo debía estar más blanco que las almas cuyos pecados acababa de perdonar —descansé para tomar aire y beber un sorbo de vino. La segunda copa estaba al caer—. «¿Qué te pasa, Ignacio? Tienes mal color, me dijo. Y yo, «Me duele la tripa, padre, he debido coger frío». «Anda, vete a casa y dile a tu tía que te dé unas friegas». Me extrañó que se preocupara por mí, nunca lo hacía, aunque enseguida comprendí su interés «a ver si vas a caer malo ahora. Que el viernes son las Confirmaciones y vendrá el señor obispo.»
Adeline quedó pensativa, procesando la información, como si alguna pieza de aquel puzle no le encajara. Seguía apoyada en la barandilla, fumando con parsimonia y expulsando un humo que dispersaba con la mano igual que si desechara pensamientos superfluos. Apuntaba una noche limpia, salpicada de estrellas tan inquietas como sus pupilas. Comenzaba a hacer fresco.
—¿Pasamos dentro? —propuse con el humeante plato en la mano.
El sillón orejero no era el único mueble cateto del comedor. También había un tresillo de estampado floral tan incómodo como feo, un mueble-bar de sapelli donde anidaba el televisor y mi arsenal de licores, y una mesa camilla cuya falda cubrí con un mantel de algodón coronado por la tercera vela del paquete. El único cuadro que pendía de aquellas paredes era una manualidad realizada con hilos tensados sobre clavos que se entrecruzaban en una trama hipnótica e indescifrable. El día que alquilé el piso la dueña me lo ponderó como una obra de arte a la que tenía gran estima. Por eso nunca entendí que no se la llevara. Dejé a Adeline contemplándola al tiempo que se acomodaba a la mesa y fui a la cocina a por el resto de viandas.
Mientras regresaba con la bandeja llena, igual que mi patrona hiciera en su día con el hilorama, me explayé exagerando las virtudes nutricionales, terapéuticas y afrodisiacas de las delicias que estábamos a punto de degustar: ensalada de pimientos, alcachofas rebozadas, chuletas al sarmiento… El objetivo era cambiar de tema, aunque fuera inventando cuatro chorradas. Sin embargo, ella parecía más intrigada que hambrienta.
—Entonces… si tú no la sacaste de allí y el cuarto lo cerraron con llave… ¡La caja debe seguir donde la escondimos! —con la misma malicia con que años atrás me cortara el paso en el portal, añadió—. Si quieres ganarte ese beso tendrás que rescatarla para mí. ¿Es lo convenido, no?
Loca. Loca de remate. Fue lo primero que me vino a la mente. Aunque mi lengua intervino con más diplomacia.
—Pero mujer, ¿cómo va a estar allí después de tantos años?
—¿Por qué no? ¡Cosas más difíciles suceden! —y alzando su copa en busca de la mía añadió—. ¡Decidido! La próxima vez que vayas a Logroño la traes. Y entonces ya hablaremos…
—Tú has visto muchas películas —concluí, meneando la cabeza.
El chin-chin coincidió con el soniquete de mi móvil. Era un número largo. Raro. Alguna compañía telefónica, supuse. Lo dejé sonar esperando que el desaprensivo que osaba llamar a esa hora se aburriera pronto. Pero quienquiera que fuese era obstinado. Muy obstinado. Y a la cuarta o quinta llamada logró su empeño.
—¿Diga?... Sí, soy yo…
No era un desaprensivo. Era del hospital. Una voz desconocida, femenina y grave me preguntaba si yo era el sobrino de doña Sonsoles García Puerto.
—Sí, sí, comprendo…
Necesitaban el consentimiento de un familiar para una intervención quirúrgica de urgencia. Mi padre llevaba dos años en silla de ruedas y hasta entonces era la tía quien se ocupaba de él. El único allegado disponible era yo.
—¿Tan grave está?
Cuestión de vida o muerte. No pudo o no quiso entrar en detalles.
—De acuerdo. En cuanto me sea posible voy para allí.
La velada, que ya transcurría por derroteros inesperados, acabó como el rosario de la Aurora. Con una Adeline en retirada, indicándome por gestos que aprovechara para recuperar la cajita, y con un Ignacio aturdido entre el eco de un pasado agridulce y un presente imprevisible. Tras quedar a solas maldije al destino y su empeño en arruinar cada uno de mis encuentros con Adeline.
Regresar a Logroño, ¡lo último que me apetecía en ese momento! Sin embargo, dadas las circunstancias, no procedía hacerse de rogar.
Teniendo en cuenta el alcohol que llevaba en el cuerpo y lo intempestivo de la hora, hubiera sido más sensato echar una cabezada antes de emprender viaje, pero ni lo intenté. Demasiadas emociones juntas. Aquella noche ni con un cargamento de tila habría cogido el sueño. Así que no tardé mucho en preparar una maleta con ropa para tres o cuatro días. Casi todo de entretiempo. También un anorak y un jersey grueso. Para el camino una sudadera, deportivas y mis inseparables vaqueros. Cómodo. Un termo de café y un paquete de chicles de menta complementaron el equipaje.
Antes de arrancar encendí la radio; un poco de música o una tertulia interesante me vendría bien para eludir el sueño. Tras un zapeo rápido opté por la Cadena Ser, el programa Hablar por hablar estaba empezando y las tres horas de contenidos que prometía me aseguraba entretenimiento hasta la mitad del trayecto. Serían la una y media de la madrugada cuando enfilé la A-66, la “Autovía de la Plata”. Por delante, seiscientos ochenta kilómetros. Casi nada.
...
Las cuatro y cuarto. Circunvalación de Salamanca. Ni un alma.
Los carriles desérticos invitaban a desafiar radares pero mis ojos no estaban para semejantes excesos y decidí buscar un sitio donde estirar las piernas. Tomé una salida a boleo y orillé el coche frente a un horizonte oscuro y dilatado, interrumpido a lo lejos por el neón parpadeante de un puticlub de carretera. Salí a la noche. Una noche sobria. Fría. Sin luna ni estrellas. Una noche castellana. Saqué el termo y me serví un café en el recipiente que hacía las veces de tapadera y taza. Un humo blanquecino se escapó de la negrura del termo a la negrura del aire dibujando eses como el genio de la lámpara. Pensé en lo lejos que quedaban aquellas noches en que Simbad y Aladino surcaban mis sueños desde los labios de mi madre. Desde alguna neurona menos nostálgica también me asaltó la idea de que la cabrona de mi ex me estaba robando la oportunidad de legar un recuerdo semejante a mi hijo.
Un Simca 1200 renqueante y con un faro fundido pasó a mi lado tras resucitar de entre aquellos neones púrpura. Parecía rodar a cámara lenta. El conductor iba fumando y llevaba la ventanilla bajada. Pude distinguir en sus mejillas el brillo de varias copas de más y en sus ojos, lánguidos y acuosos, el fulgor del deseo recién saciado. Pensé en la Rosi. ¡La de botes de lejía que hubiera empleado en desinfectar aquel garito! Aquel vehículo dejó una estela de tabaco que me trasladó de nuevo a Adeline. Concretamente a Adeline en mi terraza.
Sujetaba el pitillo con los dedos índice y corazón completamente estirados, apuntando al cielo en un gesto que parecía demandar: «Sigue. Quiero más explicaciones. Todas las explicaciones».
Durante una milésima de segundo estuve tentado de hacerlo, lo confieso, porque si alguien existía en este mundo a quien poder revelar mi crimen era ella. Ella que en cierto modo, y sin saberlo, también fue partícipe. Pero a esas alturas me pareció absurdo reavivar pesadumbres, invocar fantasmas, tratar de diluir responsabilidades. ¿De qué hubiera servido? Como mucho, para provocar su estampida, una opción que no entraba en mis planes. Déjalo estar, Ignacio, aquello es agua pasada. Oportuno como pocas veces, mi lado sensato apareció justo cuando mi conciencia amenazaba con deslizarse por la desconcertante espiral de los remordimientos. Apuré el café. Puse el termo en el asiento del copiloto y reanudé el camino. Ya no me apetecía radio; tenía la cabeza demasiado ocupada.
A partir de ese momento mis pensamientos desfilaron igual de vertiginosos que las líneas de la mediana, fundiéndose unos con otros y convergiendo en un fatídico horizonte: la cajita.
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